viernes, 28 de febrero de 2014

La Colmena. Camilo José Cela. Prólogo





Comparto con ustedes, el fantástico alegato de ese magnífico escritor españo,  Camilo José Cela, en el prólogo a su novela La colmena no casualmente editada su primera vez fuera de España  . Extraordinario en su aguda mirada;  al mundo y sus alrededores. A los humanos y sus periferias. A la literatura y sus acechanzas. A los escritores y sus tentaciones. La novela, una maravilla testimonial, humana, cruda, real.








ULTIMA RECAPITULACIÓN

Arrojar la cara importa,
que el espejo no hay por qué.

QUEVEDO

... un pálido reflejo, una humilde sombra de la... realidad.
... sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad...

Nota a la 1." edición
... un grito en el desierto...
... no merece la pena que nos dejemos invadir por
la tristeza.

Nota a la 2.ª edición
... las ideas religiosas, morales, sociales, políticas, no son sino manifestaciones de un
desequilibrio del sistema nervioso. Las ideas y los escrúpulos... son una remora.

Nota a la 3." edición
Seguimos en las mismas inútiles resignaciones... Es grave confundir la anestesia con la
esperanza...




Nota a la 4ª edición

Hay reglas generales: las aguas siempre vuelven a sus cauces, las aguas siempre vuelven a salirse de sus cauces, etc. Pero al fantasma, aún tenue, de la realidad, no ha nacido quien lo apuntille, quien le dé el certero cachetazo que le haga estirar la pata de una puñetera vez y para siempre. El mundo gira, y las ideas (?) de los gobernantes del mundo, las histerias, las soberbias, los enfermizos atavismos de los gobernantes del mundo, giran también y a compás y según convenga. En este valle de lágrimas faltan dos cosas: salud para rebelarse y decencia para mantener la rebelión; honestamente y sin reticencias, con naturalidad y sin fingir extrañas tragedias, sin caridad, sin escrúpulos, sin insomnios (tal como los astros marchan o los escarabajos se hacen el amor). Todo lo demás es pacto y música de flauta.

En uno de estos giros, sonámbulos giros, del inmediato mundo. La colmena se ha quedado dentro. Lo mismo hubiera podido -a iguales méritos e intención- acontecer lo contrario. Lo mismo, también, hubiera podido no haberse escrito por quien la escribió: otro lo hubiera hecho. O nadie (seamos humildes, inmensa y descaradamente humildes, etc.). El escritor puede llegar hasta el asesinato para redondear su libro; tan sólo se le exige que -en su asesinato y en su libro- sea auténtico y no se dejé arrastrar por las afables y doradas remoras que la sociedad, como una ajada amante ya sin encantos, le brinda a cambio de que enmascare el latido de aquello que a su alrededor sucede.

El escritor también puede ahogarse en la vida misma:
en la violencia, en el vicio, en la acción. Lo único que al escritor no le está permitido es
sonreír, presentarse a los concursos literarios, pedir dinero a las fundaciones y quedarse entre Pinto y Valdemoro, a mitad de camino. Si el escritor, no se siente capaz de dejarse morir de hambre, debe cambiar de oficio. La verdad del escritor no coincide con la verdad de quienes reparten el oro. No quiere decirse que el oro sea menos verdad que la palabra, y sí, tan sólo, que la palabra de la verdad no se escribe con oro, sino con sangre (o con mierda de moribundo, o con leche de mujer, o con lágrimas).

La ley del escritor no tiene más que dos mandamientos: escribir y esperar. El cómplice del escritor es el tiempo. Y el tiempo es el implacable gorgojo que corroe y hunde la sociedad que atenaza al escritor. Nada importa nada, fuera de. la verdad de cada cual. Y todavía menos que nada, debe importar la máscara de la verdad (aun la máscara de la verdad de cada cual).
El escritor es bestia de aguantes insospechados, animal de resistencias sinfín, capaz de dejarse la vida -y la reputación, y los amigos, y la familia, y demás confortables zarandajas- a cambio de un fajo de cuartillas en el que pueda adivinarse su minúscula verdad (que, a veces, coincide con la minúscula y absoluta libertad exigible al hombre). Al escritor nada, ni siquiera la literatura, le importa. El escritor obediente, el escritor uncido al carro del político, del poderoso o del paladín, brinda a quienes ven los toros desde la barrera (los hombres  clasificados en castas, clases o colegios) un espectáculo demasiado triste. No hay más escritor comprometido que aquel que se jura fidelidad a sí mismo, que aquel que se compromete consigo mismo. La fidelidad a los demás, si no coincide, como una moneda con otra moneda, con la violenta y propia fidelidad al dictado de nuestra conciencia, no es maña de mayor respeto que la disciplina -o los reflejos condicionados- del caballo del circo.

El escritor nada pide porque nada -ni aun voz ni pluma- necesita, y le basta con la memoria.
Amordazado y maniatado, el escritor sigue siendo escritor. Y muerto, también: que su voz resuena por el último confín del desierto, y que el recuerdo de sus criaturas ahí queda. Mal que pese a los pobres títeres que quieren arreglar el mundo con el derecho administrativo.
A la sociedad, para ser feliz en su anestesia (las hojas del rábano de la esperanza), le sobran los escritores. Lo malo para la sociedad es que no ha encontrado la fórmula de raerlos de sí o de hacerlos callar. Tampoco está en el camino de conseguirlo.

En los tiempos modernos, el escritor ha adoptado cuatro sucesivas actitudes ante los políticos obstinados en conducir al hombre por derroteros artificiales (todos los derroteros por donde los políticos han querido conducir al hombre son artificiales, y todos los políticos se obstinaron en no permitir al hombre caminar por su natural senda de íntima libertad). Al escritor que se hubiera cambiado por el político sucedió el escritor que se conformaba  marchar a remolque del político. Al escritor que se siente lazarillo del político, ¡qué ingenua soberbia!, seguirá el escritor que lo despreciará. La historia tiene ya el número de páginas suficientes para enseñarnos dos cosas: que jamás los poderosos coincidieron con los mejores, y que jamás la política (contra todas las apariencias) fue tejida por los políticos (meros canalizadores de la inercia histórica). El fiscal de esta inercia y de los zurriagazos de quienes quieren, vanamente, llevarla por aquí o por allá, es el escritor. El resultado nada ha de importarle. La literatura no es una charada: es una actitud.
C. J. C.
Palma de Mallorca, 2 de junio de 1963



http://youtu.be/JNt9r0RF6X8    Entrevista Premio Nobel de Literatura 1989

jueves, 13 de febrero de 2014

EDUCAR EN UNA SOCIEDAD CÍNICA. Aldo Mazucchelli.



Perros y profesores





 

El profesor de Secundaria hace su
vida nadando en un estrecho espacio bastante específico dentro de las corrientes imaginarias de la sociedad: el turbulento estrecho en el que se negocia entre la creencia general y el convencimiento individual. Entre lo que la sociedad proclama y recomienda, y lo que un estudiante cualquiera, como ser dotado de su dosis natural de razón, es capaz de tragarse. Es por esa razón, me parece, que cuando los profesores se convierten en síntomas, lo que su malestar revela es importante. Un profesor puede definirse como el sujeto que, por su profesión, se ve obligado a ser una especie de indicador del nivel de cinismo ambiente.  
Los perros, aparte de sus muchos otros servicios a la humanidad, han dado el modelo para una de las mejores filosofías de que hemos dispuesto. Se trata del cinicismo, y lo escribo así para distinguirlo del vulgar cinismo, la actitud secamente calculadora y puramente negativa característica de la presente after-posmodernidad, época que guarda con el cinicismo y con los perros una relación secreta e interesante, probablemente también encarnada por los profesores. 

El término “cínico” viene del griego κυνικός, Kynikos: “estilo perro”, o “al modo del perro”. Un simbólico perro de prístino mármol de la isla de Paros corona el monumento funerario de Diógenes el Perro, estrella del cinicismo filosófico, uno de los individualistas más antiguos y el primer bohemio urbano digno de nota. Un dandy de la pobreza, además —esto es, un sujeto capaz de aplicarse a sí mismo una férrea disciplina, con el fin de producir una imagen social consciente de tipo crítico y modélico a la vez. El monumento funerario de Diógenes, con su purísimo perro de mármol coronándolo, parece haber sido una venganza de la sociedad de Corinto al pedido explícito de Diógenes de que, apenas morir, su cadáver fuese arrojado fuera de las murallas de la ciudad para que se lo comieran los perros, con lo cual probablemente estaba diciendo que la excesiva formalidad en el manejo de los cadáveres de la que hacía gala la ciudad era un rasgo más de la pompa y el sinsentido de la “civilización”.

Es bien sabido que Diógenes el Perro se domiciliaba en un tonel, primero en Atenas, luego en Corinto. Otros dicen que en Corinto vivía en una mansión como esclavo primero y como amigo enseguida del ciudadano cretense Xeniades, no obstante lo cual —pese a haber sido, digamos, sacado de su situación de calle como diría la espesa jerigonza del Ministerio de Desarrollo Social (Mides) en nuestro país— su sabiduría era tal que aun cuando ya se había convertido a cierta “normalidad” todavía se le reconocía en toda Grecia. 

¿Cómo se relaciona el trío de los profesores de secundaria, Diógenes el Perro, y la sociedad que echa incesantemente a los profesores la culpa de la famosa y cacofónica “crisis de la Educación”? Al menos de la siguiente manera: cuando una sociedad se vuelve completamente cínica los profesores siguen, de modo probablemente inconsciente, el modelo de Diógenes el Perro, y para compensar, se convierten al cinicismo: rechazan las jerarquías de la cultura que supuestamente tienen que enseñar, pues, como ha sido dicho al principio, ellos están en la línea de fuego de ese entrevero teleológico. Una sociedad es hipócrita cuando hace como que cree en determinados valores, pero, aunque avergonzada de sí misma, no los practica. Pero es cínica cuando todo el mundo sabe ya que no se los practica y que son falsos, y sigue como si nada.
En tal sociedad, los profesores tienen el problema, relativamente personal, de que son ellos quienes tienen que poner la cara, por así decir, e intentar que una nueva generación crea en lo que ni los políticos, ni los padres, ni nadie, cree ya. 

Es por eso que la crisis de los profesores dice tanto acerca de la crisis cínica de la sociedad en general: es completamente imposible que la sociedad eduque a su gente en aquello en lo que ella misma no cree. Y es imposible que quiera seguir creyendo que puede tener un ejército de enseñantes apuntando con el índice al desajuste obvio entre acciones y supuestas creencias generales (o “valores”), diciendo: he ahí —en ese evidente cinismo y falsedad— lo que se me ha encomendado enseñarte, he ahí lo que esperamos todos que admires, quieras, aprendas. 

Es claro que la educación tiene muchos problemas, de muchos de los cuales los profesores son parte —no ayudan a crear comunidades educativas creadoras de una sensación de propósito, no se dan una buena formación permanente, y no aceptan la evaluación externa, entre otros. Pero ese no es el asunto de este escrito, por lo que basta por ahora con dejarlo mencionado. Ante esos problemas, los políticos y algunos editorialistas establecidos insisten en soluciones simples. Un día, sería cambiando “planes y programas”—para mí, uno de los factores absolutamente menos importantes en el conjunto de los factores educativos. Con casi cualquier configuración que preserve un mínimo de sentido común, y buenos profesores, se puede obtener maravillosos resultados. Los programas tienen, relativamente, menos importancia. 

Otro día es mostrar que ellos ponen plata en el sistema y el sistema no les devuelve resultados. Como si construir más liceos, más baños, contratar más adscriptos y más policías, fuera a tener algún impacto en los aprendizajes. Otro día explican que es el corporativismo y la mala educación de los que enseñan. Bastaría con educar bien a los profesores dicen —mordiéndole la cola al propio problema con el que lidian— y doblarles la mano impidiéndoles que sigan protestando y molestando, para que mejore “la educación”. 

Esas soluciones tienen la virtud evidente de que, al postularlas, la culpa es de otros —los profesores. No darse cuenta de que habría primero que tener algún conjunto de creencias no erosionadas por el más calloso de los cinismos a fin de dar armas aunque sea mínimas al ejército de profesores para que se empleen en discutir y convencer en esas creencias y esos saberes, es sin embargo el colmo de la ceguera colectiva. La educación tiene a la vez una función renovadora y una función conservadora, pero una sociedad que se ha vuelto cínica no cree que haya nada que valga la pena conservar, ni cree que haya nada que valga la pena transformar. ¿Qué va a enseñar, y cómo? 

Hay más conexiones. Diógenes el Perro, siendo normalmente rico de origen, eligió la pobreza completa, renunció a todo para dar ejemplo de que su virtud no podía mancharse con las convenciones y el dinero. Los profesores se ven normalmente obligados a renunciar a casi todo debido a los sueldos que reciben, adoptando así el principio de los antiguos filósofos cínicos de que el más feliz no es el hombre que tiene más, sino aquel que se crea a sí mismo menos necesidades.


En eso la sociedad y la política parece estarles sugiriendo cuál es el rumbo filosófico que les va mejor. En fin, cuando la sociedad es cínica, los profesores actúan en clave de cinicismo. Y cuando uno se convierte al cinicismo, su tono fundamental es el rechazo a la sociedad tal como es. La denuncia, el no, y a la vez la prédica —con el ejemplo— de una actitud más auténtica. Lo que más nos puede interesar aun hoy de Diógenes el Perro es que, aunque se reía ácidamente del tipo de saber abstracto y oficializante recién inventado por Platón, al menos supo ladrarle a lo que estaba corrupto. Un perro, observó Diógenes, “sabe instintivamente quién es su amigo y quién no. A diferencia de los seres humanos, que engañan y son engañados al respecto, los perros dan un honesto ladrido en presencia de la verdad”. 

Los profesores secundarios uruguayos no son los mejores formados sobre la tierra, ni los más actualizados o complejos cuando llega el momento de entender y discutir los detalles de su propia situación. Están dominados, no hay duda alguna, por un corporativismo miope, feo y atrabiliario, que va en contra de una mejor presentación de las intuiciones que abundan entre los miembros individuales de la profesión docente. Pero al menos tienen claro —por estar en la primera línea de fuego del cinismo ambiente— que los supuestos valores de los distintos sectores de “la sociedad” para la que supuestamente deben educar están llenos de agujeros. Igual que Diógenes el Perro, tienen un profundo desdén ante la torpeza del poder. La moderna institucionalización de la enseñanza, que se modelizó y se realizó en el siglo XIX, les asignó la importantísima tarea de ser la cinta de conducción y comunicación de valores y saberes entre lo que es y lo que debe ser. 

Pero con experiencia han aprendido que cuando tienen que aplicarse a esa noble tarea, se les paga horrible, y se les asigna condiciones de trabajo epistemológicamente imposibles: discutir Shakespeare con estudiantes de 15 años que vienen de n generaciones de familias sin libros ni lectura, que viven en un entorno de cultura inmediata, oral, televisiva y virtual, en la que la escritura como tecnología no juega ningún papel salvo el utilitario de escribir mensajes de 180 caracteres máximo en un celular sin tildes. Todo lo cual no sería un problema tan grande si no fuese porque los demás “referentes” de la sociedad no creen que sea fundamental aprender a escribir claramente, ni que valga la pena perder ni cinco minutos conversando en serio con Shakespeare. Antes, cuando Sarmiento pensaba que alfabetizar y darle una cultura letrada aunque sea general a las sociedades rioplatenses valía la pena, los estudiantes tenían aun menos tradición letrada que los de ahora, pero la sociedad pasaba el mensaje de que valía la pena, y la gente se lanzaba a aprender, y lo lograba enseguida. Ahora no se pasa ese mensaje.

De ninguna manera pasa por mi mente la simplificación de que deberíamos educar hoy a la Sarmiento y para una sociedad exclusiva o mayormente letrada como la de los dos siglos pasados, porque esa sociedad no existe más ni volverá a existir en el futuro. Pero sí que tenemos pendiente la discusión de cuál es el lugar de lo escrito en el conjunto de la comunicación y el poder contemporáneo, y cuánto libera a cualquier ciudadano ser educado en esos dominios. Por el momento, mi posición es simple: cuanto menos crítico es un ciudadano en términos de la cultura escrita y su manejo del saber por escrito, más fácil es engañarlo. Los resultados de esta evidente tesis están a la vista en la distancia cada vez mayor entre el saber científico o humanístico de primera categoría, y el conocimiento social general. También, y es más preocupante, entre el saber que informa las decisiones políticas de alto nivel —que es siempre en alguna medida saber escrito— y el conocimiento de los motivos de esas decisiones por parte del ciudadano.

Finalmente, decir que no puede ser poco y pobre, pero todavía mejor que decir amén. Los profesores —aunque a menudo parezcan no tener ni idea de por qué siguen diciendo que noson en eso también como era Diógenes el Perro. Son de los tantos síntomas en esta sociedad cínica acerca de cuál es el problema que existe cuando una sociedad no quiere tener valores comunes ni jerarquía alguna —salvo la del dinero y el dominio— pero todavía quiere “educar a sus jóvenes”. Tienen la actitud correcta ante la paradójica impotencia esencial que parece ser consustancial al poder, incluso si el poderoso es un virtuoso. Alejandro Magno, el hombre más poderoso de su tiempo en Grecia, se cruzó dos veces, según los reportes de Diógenes Laercio y de Plutarco, con Diógenes el Perro. 

La primera vez el famoso filósofo se estiraba al sol en una vereda de Corinto. Alejandro, con la humildad de su grandeza, se arrimó y, confiado en el poder que ostentaba, lo interpeló: “¿Hay algo que pueda hacer por ti?” –“Cómo no. No me tapes el sol” fue la respuesta del filósofo. Aparentemente hubo una segunda conversación, que habría transcurrido entre ambos. Diógenes observaba una pila de huesos. Alejandro se acercó. Diógenes explicó lacónicamente: “estaba buscando los huesos de tu padre en esta pila, pero realmente no puedo distinguirlos de los huesos de los esclavos que tuvo”.