Comparto con ustedes, el fantástico alegato de ese magnífico escritor españo, Camilo José Cela, en el prólogo a su novela La colmena no casualmente editada su primera vez fuera de España . Extraordinario en su aguda mirada; al mundo y sus alrededores. A los humanos y sus periferias. A la literatura y sus acechanzas. A los escritores y sus tentaciones. La novela, una maravilla testimonial, humana, cruda, real.
ULTIMA
RECAPITULACIÓN
Arrojar la cara importa,
que el espejo no hay por qué.
QUEVEDO
... un pálido reflejo, una humilde sombra de la... realidad.
... sin reticencias, sin
extrañas tragedias, sin caridad...
Nota
a la 1." edición
... un grito en el desierto...
... no merece la pena que nos
dejemos invadir por
la tristeza.
Nota
a la 2.ª edición
... las ideas
religiosas, morales, sociales, políticas, no son sino manifestaciones de un
desequilibrio del sistema
nervioso. Las ideas y los escrúpulos... son una remora.
Nota
a la 3." edición
Seguimos en las mismas inútiles
resignaciones... Es grave confundir la anestesia con la
esperanza...
Hay reglas
generales: las aguas siempre vuelven a sus cauces, las aguas siempre vuelven a salirse
de sus cauces, etc. Pero al fantasma, aún tenue, de la realidad, no ha nacido
quien lo apuntille, quien le dé el certero cachetazo que le haga estirar la
pata de una puñetera vez y para siempre. El mundo gira, y las ideas (?) de los
gobernantes del mundo, las histerias, las soberbias, los enfermizos atavismos
de los gobernantes del mundo, giran también y a compás y según convenga. En
este valle de lágrimas faltan dos cosas: salud para rebelarse y decencia para
mantener la rebelión; honestamente y sin reticencias, con naturalidad y sin
fingir extrañas tragedias, sin caridad, sin escrúpulos, sin insomnios (tal como
los astros marchan o los escarabajos se hacen el amor). Todo lo demás es pacto
y música de flauta.
En uno de estos giros, sonámbulos giros, del inmediato mundo. La colmena se ha quedado dentro. Lo mismo hubiera podido -a iguales méritos e intención- acontecer lo contrario. Lo mismo, también, hubiera podido no haberse escrito por quien la escribió: otro lo hubiera hecho. O nadie (seamos humildes, inmensa y descaradamente humildes, etc.). El escritor puede llegar hasta el asesinato para redondear su libro; tan sólo se le exige que -en su asesinato y en su libro- sea auténtico y no se dejé arrastrar por las afables y doradas remoras que la sociedad, como una ajada amante ya sin encantos, le brinda a cambio de que enmascare el latido de aquello que a su alrededor sucede.
El escritor también puede ahogarse en la vida misma:
en la
violencia, en el vicio, en la acción. Lo único que al escritor no le está
permitido es
sonreír,
presentarse a los concursos literarios, pedir dinero a las fundaciones y
quedarse entre Pinto y Valdemoro, a mitad de camino. Si el escritor, no se siente capaz de dejarse
morir de hambre, debe cambiar de oficio. La verdad del escritor no coincide con
la verdad de quienes reparten el oro. No quiere decirse que el oro sea menos
verdad que la palabra, y sí, tan sólo, que la palabra de la verdad no se
escribe con oro, sino con sangre (o con mierda de moribundo, o con leche de
mujer, o con lágrimas).
La ley del escritor no tiene más que dos mandamientos: escribir y esperar. El cómplice del escritor es el tiempo. Y el tiempo es el implacable gorgojo que corroe y hunde la sociedad que atenaza al escritor. Nada importa nada, fuera de. la verdad de cada cual. Y todavía menos que nada, debe importar la máscara de la verdad (aun la máscara de la verdad de cada cual).
El escritor es
bestia de aguantes insospechados, animal de resistencias sinfín, capaz de
dejarse la vida -y la reputación, y los amigos, y la familia, y demás
confortables zarandajas- a cambio de un fajo de cuartillas en el que pueda
adivinarse su minúscula verdad (que, a veces, coincide con la minúscula y
absoluta libertad exigible al hombre). Al escritor nada, ni siquiera la literatura,
le importa. El escritor obediente, el escritor uncido al carro del político,
del poderoso o del paladín, brinda a quienes ven los toros desde la barrera
(los hombres clasificados en castas,
clases o colegios) un espectáculo demasiado triste. No hay más escritor comprometido
que aquel que se jura fidelidad a sí mismo, que aquel que se compromete consigo
mismo. La fidelidad a los demás, si no coincide, como una moneda con otra
moneda, con la violenta y propia fidelidad al dictado de nuestra conciencia, no
es maña de mayor respeto que la disciplina -o los reflejos condicionados- del
caballo del circo.
El escritor nada pide porque nada -ni aun voz ni pluma- necesita, y le basta con la memoria.
Amordazado y
maniatado, el escritor sigue siendo escritor. Y muerto, también: que su voz resuena
por el último confín del desierto, y que el recuerdo de sus criaturas ahí
queda. Mal que pese a los pobres títeres que quieren arreglar el mundo con el
derecho administrativo.
A la sociedad,
para ser feliz en su anestesia (las hojas del rábano de la esperanza), le
sobran los escritores. Lo malo para la sociedad es que no ha encontrado la
fórmula de raerlos de sí o de hacerlos callar. Tampoco está en el camino de
conseguirlo.
En los tiempos modernos, el escritor ha adoptado cuatro sucesivas actitudes ante los políticos obstinados en conducir al hombre por derroteros artificiales (todos los derroteros por donde los políticos han querido conducir al hombre son artificiales, y todos los políticos se obstinaron en no permitir al hombre caminar por su natural senda de íntima libertad). Al escritor que se hubiera cambiado por el político sucedió el escritor que se conformaba marchar a remolque del político. Al escritor que se siente lazarillo del político, ¡qué ingenua soberbia!, seguirá el escritor que lo despreciará. La historia tiene ya el número de páginas suficientes para enseñarnos dos cosas: que jamás los poderosos coincidieron con los mejores, y que jamás la política (contra todas las apariencias) fue tejida por los políticos (meros canalizadores de la inercia histórica). El fiscal de esta inercia y de los zurriagazos de quienes quieren, vanamente, llevarla por aquí o por allá, es el escritor. El resultado nada ha de importarle. La literatura no es una charada: es una actitud.
C. J. C.
Palma de
Mallorca, 2 de junio de 1963